La Navidad no es una época festiva para mí. Eso ya lo había dicho por aquí en alguna ocasión, pero, dado el momento, se antojaba necesario recordarlo. Aunque la realidad es que no siempre fue así, no del todo.
De pequeña adoraba todo de la Navidad: las vacaciones del colegio, poder jugar todo el tiempo hasta hartarme, el polvorón, el turrón de Lacasitos, hasta el jamón del bueno era sinónimo de felicidad por aquel tiempo. Recuerdo con especial cariño cómo de pequeña marcaba cada juguete que quería pedirme ese año con un "sticker" monísimo, que me hacía incluso más ilusión que recibir cualquier presente. Y ser despertada por mi hermana de madrugada para asomarnos al salón a ver si habían pasado por allí tres señores conocidos como los Reyes Magos, todo ello sin olvidarnos del ritual previo de esa misma noche, donde poníamos algo de leche y plátanos de Canarias para los camellos y un poco de vino para los reyes, porque esos señores, otra cosa no, pero tenían un gusto exquisito.
Y cualquiera podría pensar que ese gesto por parte de mi hermana podría ser totalmente altruista, pero la realidad es que, para lo único que me quería, era para usarme como escudo ante el miedo de encontrarse con una divinidad de tal calibre. Pese a ello, yo la sigo queriendo.
Uno de los regalos que recibí con más entusiasmo, sin duda, fue un muñeco bebé que estaba enfermo y tenía que curarle. Sin embargo, acabé aborreciéndolo cuando una noche se puso a llorar muy fuerte diciendo con su voz robótica que tenía 33 grados de temperatura, cuando todos sabemos que la fiebre en niños empieza a partir de 37,5. Pero si le preguntas a mi mamá, ella dirá que tenía una gran predilección por las cocinitas, cosa que creo que se tuvo que quedar en esa niña de 5 años, porque no queda ni rastro de esa pasión por la cocina.
En cuanto al peor regalo que he recibido nunca, diré que se trata de la tejedora que yo no pedí pero que algún ser mágico (mi mamá) consideró que era divertido. Quizá no se entienda bien así, pero solo diré que yo había pedido por aquellas fechas una máquina de hacer chuches (¿o era de helados? No lo sé, porque es muy probable que pidiera ambas)
El caso es que, pese a los buenos recuerdos de aquella época, todavía me recorre un escalofrío cada vez que llegaba con dudas y nervios a clase tras la vuelta de vacaciones, con el guion totalmente aprendido, escupiendo los regalos que me habían traído a mí sumados a los de mi hermana, para que hicieran bulto y no me sintiera menos delante del resto de mis compañeros.
En ese momento no lo entendía, pero al menos ahora me queda el consuelo de haber aprendido una gran lección: no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita. Porque esa era la realidad: yo no necesitaba tener tantas cosas, yo era feliz con lo que había, pero me parecía importante aparentar delante del resto. Y podría culparme a mí misma por ello, pero creo que sería absurdo no cargar de responsabilidad a una sociedad que cree que la felicidad se mide por cosas tangibles, que es más valioso quien más tiene y que, si vives de forma austera, entonces no hay hueco para ti en este mundo.
Ahora me debato siempre en qué debería hacer con los regalos de mis sobrinas, pero cuesta mucho no aferrarme a eso de intentar darles una vida mejor. Sigo luchando, como también sigo aprendiendo.
Tendría once años cuando mi ilusión se desvaneció. Creo que a esa edad tuve que madurar a la fuerza. Entonces mi carácter cambió. Me volví más hermética y no dejaba que mi familia viera si estaba triste. Un corazón protegido por una gruesa capa de hielo. En los últimos años, he trabajado mucho por derribarla y creo que estoy cada vez más cerca de conseguirlo.
Así, últimamente he tratado de crear nuevas tradiciones que a mí me valen y me han hecho conectar de nuevo con el espíritu de la Navidad. Me he visto celebrando el día de Nochebuena a miles de kilómetros de distancia de mi casa, compartiendo mesa con unos absolutos desconocidos, y eso me ha llenado el corazón.
He invitado a mi sobrina a poner el árbol de Navidad en la que es mi casa y se ha sentido como un abrazo cálido al alma. Este año tendremos una nueva ayudante, mi sobrina pequeña de 3 años, y, aunque me hace ilusión, también estoy aterrada por tener que hacerme cargo de dos seres con más energía que yo. Veremos si de ahí sale alguna historia.
Este año me planteo si poner por fin en el árbol las cuatro bolas de Navidad que he cosechado de los últimos viajes que he hecho por el mundo, recuerdos que guardo como trofeos. Y, como no, no me puedo olvidar de cada 5 de enero en casa de Manu, celebrando con él y mi mamá la llegada de los Reyes, a los cuales saludamos desde el balcón de casa, porque así de privilegiados somos. Después nos sentamos a tomar roscón y, cada año, contamos las mismas batallitas de siempre. Ahí aprendí la importancia de creer en la magia de la Navidad, aunque te hagas mayor y pasen cosas que lo puedan empañar todo.
Ver la ilusión en sus ojos me ha hecho comprender que siempre puedo regresar a ser una niña, mientras tenga fe e ilusión.
Este año serán unas navidades amargas. En realidad, ya están siendo fechas complicadas, pero lo único que tengo claro es que la vida es un ratito y yo quiero compartirlo con los míos, con mi familia, la de nacimiento y la de elección, pero disfrutar de cada abrazo, cada beso y cada brindis.
Es lo único que podrá apagar este dolor. Brindo por ellos, por seguir en el camino juntos y por los que estuvieron y perduran en nuestra memoria.
Feliz Navidad.
Nos leemos pronto,
Elyn
De nuevo, gracias por llegar hasta aquí y por haber pasado este ratito conmigo. Espero que hayas disfrutado de esta lectura, tras una jornada de mucha actividad o de descanso❤️
Si te has quedado con ganas de más, puedes pinchar en este enlace para leer los números anteriores. Y si te ha gustado, ya sabes, comparte lo que lees.
¡Hasta pronto!
Buen fin de semana y ¡Felices fiestas!
Elyn
Feliz Navidad, Elyn